Por esos maravillosos avatares por los que nos lleva la vida, tengo que encontrarme asiduamente con personas mayores. Al coincidir con tantos, he comprobado que hay algunos tristes, otros melancólicos, unos más espontáneos, otros reservados, alegres y así, tantos como en el conjunto de la sociedad. Tantas formas de ser como personas. Sin embargo, los que más me llaman la atención son los viejitos alegres y también lo contrario, los cascarrabias, que también los hay.
Me llaman la atención los viejitos alegres, que por cierto, suelen ser pocos, porque me transmiten felicidad, alegría… te hacen un giño, sonríen, son espontáneos, maravillosos. Me da la impresión que ya a esas alturas de la vida, con más de setenta años, en la mayoría de los casos, parece increíble tener una actitud positiva y alegre.
En el lado opuesto, me produce profunda tristeza los cascarrabias, que, como ya dije, también hay algunos. Creo que llegar a la “vejentud” sin una sonrisa en el rostro, debe ser un suplicio. Ser mayores y estar enfadados porque me ponen la comida antes o después o porque aquel me tocó con su silla de ruedas o porque hay alguien que se dedica a robarme, me parece sencillamente desolador.
Me gustan los viejitos alegres, porque dan la sensación que tras de sí dejan una vida plena, feliz. Me encantan porque, igual que ellos, quisiera llegar a esas edades con la sabiduría necesaria para afrontar cada día con la felicidad de saber que hice lo que tenía que hacer, aceptando las limitaciones de la edad, que suelen ser muchas. Los “maravillosos viejitos alegres” nos dan una lección de vida, ofreciendo con su sonrisa una invitación a ser felices cada día, disfrutando plenamente de aquello que tenemos.