El charlatán, dice el Diccionario que es aquella persona que habla mucho y sin sustancia. Un hablador indiscreto, un embaucador y también una persona que se dedica a la venta ambulante y anuncia a voces su mercancía. Esta última referencia es una profesión loable, sin embargo los realmente preocupantes son los que hablan mucho y sin sustancia. Aquellos que gozan del prestigio de conseguir atraer la atención de las personas, pero que su discurso está absolutamente vacío.
Los medios de comunicación, especialmente la tele, nos muestra un modelo de comunicador que no debiéramos imitar pero, probablemente porque goza de la simpatía del público, de los aplausos programados, nos hemos ido convenciendo de que el charlatán es un ejemplo a seguir. El charlatán es aquel que habla más alto que los demás, muchas veces se abre paso en los debates mediante insultos y provocaciones. El charlatán es rápido y audaz en sus apreciaciones de manera que provoca la risa fácil y se gana la simpatía del público. El charlatán, como modelo televisivo es aquel que dice lo que tiene que decir y no tiene pelos en la lengua. Todo esto, lógicamente, tiene repercusión en todas los que siguen la televisión y está provocando una serie de patrones comunicativos entre personas que reproducen aquello que se ve en televisión y que, no siempre es acertado.
Nos encontramos muchas personas que insultan y dicen espontáneamente lo que se les ocurre, incluso sin preguntarlo, haciendo daños a otras personas pero lo sueltan, porque “así se quedan más a gusto”. Los hay que hablan sin parar, porque han confundido el verbalizar con hablar bien, cosas que no tienen nada que ver, puesto que una buena conversación necesita también de la atenta escucha de nuestro interlocutor. Parece obvio, aunque puede que haya personas que no lo tienen claro, que la comunicación no es simplemente decir aquello que se piensa o lo primero que se te pasa por la cabeza, sino que exige de muchas habilidades que hemos de saber desarrollar.
La comunicación exige fundamentalmente empatía, que supone ser capaces de identificarnos con la otra persona, ponernos en su lugar, comprender su estado de ánimo y ser capaz de reconocer y estar atentos a las necesidades de los otros. No se trata, lógicamente, de ir por la calle preguntando a todo el mundo cómo se encuentra y hacer una encuesta para valorar su estado de ánimo antes de emprender una conversación. Simplemente basta con “no hacer ni decir aquello que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros”. ¡Así de simple! No te gusta que te griten, pues no grites. Te molesta que te insulten, pues no lo hagas. No ves bien que te desafíen o se burlen, pues no lo hagas con los demás. Poniendo en práctica este modelo será más que suficiente para comenzar a desarrollar formas comunicativas en las que abandonemos la charlatanería.