No me emocionó la serie “Pulseras rojas”, que se estrenó el pasado lunes. Puede ser que me esté volviendo insensible o que quizá, la serie no cumplió con las expectativas. Por otro lado, sí que conozco algunas personas que decían estar emocionadísimos viendo la serie y que transmitía muchos valores. No obstante, como por suerte o por desgracia, he pasado por algunas intervenciones quirúrgicas, me pareció que cualquier parecido con la realidad en la serie, es pura coincidencia.
La intención de estas líneas no es desprestigiar o hablar de “Pulseras rojas”, sino que me vino a la cabeza una frase que me dijo hace poco tiempo una trabajadora de un centro de mayores: “Los niños sí están protegidos, pero nuestros mayores los abandonan en los centros y nadie se preocupa por ellos”. De ahí nace el título de esta reflexión. Más que por las pulseras rojas, debemos preocuparnos por las pulseras descoloridas, por nuestros mayores, porque a ellos nadie les protege.
La serie, por si alguien no sabe de qué va, relata las vivencias de un grupo de niños en un hospital, algunos de ellos con enfermedades muy graves. Naturalmente, son niños, de ahí que emocione a muchos, por ser jovencitos y ya enfermos, con operaciones complicadas con la dificultad que entraña la hospitalización y todo lo que lo rodea.
Vuelvo sobre la reflexión de aquella trabajadora, porque tiene mucha razón. Bien o mal, más tarde o más temprano, mejor o peor, cuando un niño está en situación de desamparo o de “riesgo de exclusión social”, intervienen determinados equipos de especialistas para insertar al joven, ayudando a sus progenitores y, en casos más complicados, quitando la custodia. Luego si así se determina se le entrega a alguna familia de acogida que le garantice un trato y desarrollo adecuado. Sin embargo, con nuestros mayores no. Si existe un mayor desamparado, lo ingresan en un centro y se acabó. Fin de la historia.
Pongamos otro ejemplo. Si los padres tienen a un hijo o hija insoportable en casa, no tienen más remedio que aguantar como puedan. Sin embargo, al abuelo, lo internan en un asilo y ya está. Así, luego, vemos en algunos centros de mayores a ancianos con la mirada perdida un día tras otro. Sin esperanza, con la misma rutina, cada día, comer y dormir. Ancianos a los que se le iluminan los ojos simplemente porque le sonríes o le das la mano unos instantes. Ellos son los “pulseras descoloridas”, de los que estoy seguro, si alguien hiciera una serie de televisión, no tendría ninguna audiencia, porque son los desahuciados de esta sociedad, lo que nadie quiere. Los niños sí. ¡Los pobres niños! ¿Y nuestros abuelos?